Quizás por voluntad, quizás por naturaleza, a lo largo de la historia los pueblos han escogido modelos o estilos de ser humano con los que puedan sentirse representados. Es así como los espartanos escogieron el modelo del guerrero lacónico e implacable; los atenienses el del tipo amante del saber y la belleza; los judíos el del hombre recto ante Dios; los romanos clásicos el del estoico imperturbable ante la desgracia; los españoles del Siglo de Oro el del hidalgo, cuyas únicas ocupaciones posibles eran las armas o las letras —por lo tanto, no podía desempeñar ningún “oficio vil o mecánico”—; los franceses el del hombre de mundo refinado y librepensador; los ingleses victorianos el del flemático gentleman; los estadounidenses el del hombre intrépido y práctico que se hace a si mismo; los mexicanos de la época de Pancho Villa el del mero macho y los cubanos del asalto al Cuartel Moncada el del revolucionario. Ahora, estos modelos obviamente cambian o se transforman dependiendo de la época o la necesidad, pero siempre algo de ellos queda y sirve como una especie de guia no escrita para orientar el comportamiento de las personas.
Los colombianos, en cambio, nunca hemos tenido un modelo común tan claro. Quizás por nuestra pluri o multi identidad, o de pronto porque es cierto aquello de que cada colombiano es un país distinto y además un país enemigo[1], los colombianos nunca hemos tenido un arquetipo con el que todos podamos sentirnos identificados. Sin embargo, hubo un momento, que tal vez fue a mediados del siglo XX en el que — pese a las diferencias regionales, étnicas y de clase— los colombianos compartimos algunos valores como el culto a la decencia y al saber. Viéndolo desde la perspectiva actual quizás esto no era poco. Tal vez habríamos podido construir un país respetable nada más con esos dos valores. Pero esa platica se perdió. A la decencia, por ejemplo, se le ha manoseado tanto que ahora el término suena anticuado, ridículo y sobre todo hipócrita. Y es que, si nos atenemos a la evidencia, debemos reconocer que los ideales de la honradez y la rectitud que impide cometer actos delictivos, ilícitos o moralmente reprobables —el significado de la decencia— aquí los practican muy pocos y los valoran menos. Así mismo, el culto al saber y su derivado el respeto a la verdad o al hombre sabio, quedan muy mal parados frente al culto al dinero, la obsecuencia con el famoso y la admiración al avión que no vacila en aprovechar la mentira, la fuerza o el disimulo para lograr sus fines.
Ahora bien, debo reconocer que en este país ha habido modelos parciales, es decir, regionales o temporales. Verbi gracia, Gabriel García Márquez y muchos caribeños defendieron y defienden el ideal del hombre informal y contrario a la solemnidad. Dicho desparpajo tampoco estaba tan mal como ideal en un momento en el que el centro del país quizá utilizaba el formalismo como una herramienta del clasismo, pero cuando esa frescura se convirtió en una excusa para abusar de la cosa pública o aún para delinquir —como ha pasado en múltiples casos, como el de la Gata, el de los Dávila del Agroingreso Seguro, el de los Nule, el de Diomedes Díaz, el del Ñeñe y hasta el del hoy lamentado Jorge Oñate y su primo— francamente la vaina no resulta tan bacana.
En este mismo orden de ideas, a principios del siglo XXI, Álvaro Uribe trató de vendernos el modelo antioqueño del hombre laborioso y emprendedor. Como sucedía con la bacanería costeña, el lema de trabajar al cubo y hacer empresa tampoco estaba mal. De hecho, muchos colombianos son tan buenos camelladores —especialmente cuando están en Estados Unidos— que si le creyéramos a Uribe, de pronto hasta podríamos convertirnos en el Japón de Suramérica, pues este es un país que ha hecho del trabajo disciplinado su principal valor. Pero esa platica también se perdió, básicamente porque el promotor de la idea, sus hijos y sus principales seguidores no dieron ejemplo. Fue así como el país comprobó como los hijos del “presidente trabajador” construían su fortuna con una “avionada” y no con trabajo, es más, constató como el mismo Uribe aumentaba la suya con otras vivezas, y —aunque no los condenó— entendió que lo de trabajar no era sino otro discurso más, un engaño perfecto para seguir haciendo lo mismo, pues en realidad lo que determina el éxito en Colombia no es el trabajo, sino las conexiones y el oportunismo.
Aquí vale la pena anotar que el mayor atractivo de los modelos es su éxito. Mejor dicho, los romanos creían en el estoicismo porque les funcionaba, los ingleses creyeron en el gentleman porque les funcionó, los norteamericanos creen en el hombre que se hace a si mismo porque les funciona y, en este orden de ideas, los colombianos creen en la viveza de Uribe porque parece que funciona. Funciona tanto que muchos lo escogieron como el gran colombiano, es decir, como el colombiano ideal. Discúlpenme que sea reiterativo en este punto: junto a la estrategia de la “Seguridad Democrática “— que por más urgente que fuese, era un discurso coyuntural— Uribe propuso el discurso de la laboriosidad como eje transformador de su mandato. Se hizo pasar por gran trabajador, por el típico paisa que educaba a sus hijos en el esfuerzo y el proceso, es decir, en los valores del trabajo y… engañó a todo el mundo, pues al mismo tiempo que promovía el trabajo para los otros, permitía que sus hijos usaran la información confidencial y el tráfico de influencias para enriquecerse con la Zona Franca de Madrid, es más, él mismo, aceptaba mejoras para su finca y las de sus amigos gratis por cuenta del programa Agroingreso Seguro. Una jugada maestra, pero como a la gente se la puede engañar una o dos veces, pero no siempre, los colombianos en su subconsciente entendieron que el modelo Uribe no era el del hombre trabajador sino el del aprovechado, el que pone a los demás a trabajar para él. Pero lo más revelador es que no lo condenaron ni lo despreciaron por su engaño, sino que lo siguieron porque ellos habrían hecho lo mismo si tuvieran el talento necesario, es decir, porque se nos parece.
Pasemos a otro colombiano ideal. Recordemos el caso del “Cacique de la Junta”, del gran Diomedes Díaz, otro ciudadano ilustre. Un hombre del pueblo no jodaaa, talentoso, mujeriego, bebedor de ron, sentimental, mejor dicho, todo un bacán, o como me decía un taxista una vez en Bogotá, un hombre muy completo. Pues bien, el mensaje que deja la vida de Diomedes es que un hombre con éxito puede hacer lo que se le de la gana en Colombia. Si tiene una hembrita, diez mozas permanentes y cincuenta ocasionales, todas las mujeres se lo aguantan porque es Diomedes y Caciques de la Junta sólo hay uno. Si tiene cien hijos y no responde sino por cuatro, los cuarenta y seis restantes se lo acolitan por la gloria de ser hijos de Diomedes. Es más, si una de sus amantes se muere a causa de sus vejámenes sexuales y él la deja tirada como si fuera un animal, la justicia y el pueblo se lo perdonan porque es Diomedes ¡Ay hombe!.
Entonces, Uribe, aprovechamiento y engaño; más Diomedes, éxito e impunidad, igual a… Falta otro para completar la regla de tres. Pues bien, sumemos a otro colombiano ideal, a otro compatriota exitoso e influyente que refleja la Colombia contemporánea, llamemos al doctor Carlos Antonio Vélez, a quien ahora nos quieren poner de padre de la patria. Para hablar de los aportes a la colombianidad de Vélez primero hay que referirse a su apodo de “Doctor”. A Vélez le dicen “Doctor” sin que tenga ningún título de nada, lo que indudablemente es un derroche de arribismo mentiroso, muy colombiano por cierto. Este es el punto número uno, el punto número dos, tiene que ver con la propensión de Vélez convertir los chismes en noticias y sus prejuicios en verdades. Por ejemplo, cuando la Selección Colombia de fútbol perdió seis a uno contra Ecuador, el falso “Doctor Vélez” aseguró que los jugadores le habían hecho el cajón al técnico portugués Carlos Queiroz. De ser cierta, una denuncia de esta naturaleza bastaría para expulsar de la Selección para siempre a los jugadores que participaron del complot, pero no lo es. Colombia perdió así porque no se preparó bien para jugar en la altura, porque Queiroz se volvió loco en el partido y porque Ecuador jugó muy bien. Tanto los jugadores como el técnico negaron las acusaciones de Vélez y este, cuando fue llamado por Julio Sánchez para que pusiera la cara por su denuncia, escurrió el bulto. En definitiva, la cosa se quedó así. “El Doctor” tiró la piedra, escondió la mano y no pasó nada. Pero esta no ha sido la única vez ni mucho menos, a José Peckerman, un técnico que para bien sacó a la Selección de los manoseos de los periodistas y la llevó a su mejor figuración en Mundial, el tipo no hace sino acusarlo de incompetente y hasta de corrupto. No hay ninguna prueba de lo segundo y los hechos niegan lo primero, pero eso a él no le importa, pues sigue trapeando con la honra del argentino como si tuviera licencia para calumniar. Con otras víctimas, pero en la misma onda, el espacio deportivo que tiene en los medios, lo utiliza continuamente para atacar a Gustavo Petro y a Claudia López con afirmaciones impertinentes, groseras y carentes de sustento. Ojo, no es que no se pueda criticar a Petro o a Claudia López, por supuesto que se puede, pero cuando se supone que alguien es periodista debe hacerse con rigor, con argumentos y en el espacio adecuado. Por si esto fuera poco, a Vélez últimamente le ha dado por desprestigiar y menospreciar cualquier mérito de James Rodríguez, a quien ninguno de sus clubes ni entrenadores —ni siquiera Zinedine Zidane— ha tachado jamás de irresponsable o poco profesional. Ignoro cuáles son las razones de esta inquina con un técnico y un jugador que comparados con otros que han pasado por la Selección y eran del agrado de Vélez, son prácticamente un modelo de buena conducta, pero sospecho que es la envidia. Esa envidia típicamente nacional de la que alguna vez se quejó Martín Emilio “Cochise” Rodríguez, que nace en el hecho de que James — como Cochise, como Yerry Mina, como Mariana Pajón, como Juan Pablo Montoya, como Oscar Figueroa, como Shakira, y como Pambelé — ha triunfado básicamente por talento, trabajo y disciplina, y sin lambonear ni hablar mal de nadie. Mejor dicho, todo lo contrario al cainismo nacional, todo lo contrario a él o a mi. En conclusión, a James nadie le ha regalado nada y tanto con él como con sus perseguidos, el “Doctor” Vélez viola constantemente los principios de veracidad y objetividad del ejercicio periodístico y aún así se sale con la suya, tanto que ahora lo quieren volver senador ¿Ustedes se imaginan? Bueno, quizás es mejor quitarle el micrófono y dejarlo gritar en el Congreso al lado del senador Mejía y de Paloma Valencia, porque allá por lo menos habrá alguien que le responda. En fin, los aportes de Vélez a la configuración del colombiano ideal son que mentir no importa, que se puede ser absolutamente irresponsable y falto de ética en el trabajo, que es honorable ser desagradecido y que a punta de garrulería y chismosería cualquiera puede convertirse en Doctor.
Aprovechado, astuto, mentiroso, irresponsable, arribista, desagradecido, deshonesto, leve, envidioso, chismoso, matón pero no valiente, amante del éxito sin fundamento, de la fama sin honor, egoísta e indolente con el dolor de los demás. Estos son los valores del colombiano ideal que a través de estas figuras se le están vendiendo a los colombianos. Estos ideales y este modelo son los que hicieron posible que aquí se hubieran asesinado seis mil cuatrocientas dos personas por un permiso o un ascenso y parte del país aún defienda los victimarios. Estos ideales y este modelo son los que permiten que en Colombia haya nueve millones de víctimas y que este sea uno de los cinco países más desiguales e injustos del planeta, y aún así haya quienes no quieran que esto cambie. Estos ideales y este modelo son los que facilitan que un segundón frívolo y altanero sea elegido presidente. En fin, estos ideales y este modelo son un camino directo hacia nuestro fracaso como país, pero la buena noticia es que ese modelo, ese estilo y esos valores se pueden cambiar por otros. De eso se trata. El asunto entonces es enfrentarle a esos valores que nos están llevando al abismo como sociedad, modelos de éxito moral donde el resultado no sea inmediato y la ganancia de uno no sea la pérdida de muchos. Ahora bien, si el cambio no sucede, Colombia no será un país viable y nos podrían anexionar Venezuela, Ecuador, o Panamá, que aún con todos sus defectos no están tan mal guiadas como nosotros.
[1] Pensamiento atribuido a Simón Bolívar pero no se ha comprobado que él lo haya escrito o dicho.