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El flautista colombiano de Hamelin

Pese a sus problemas, Colombia aparentemente había logrado vencer las terribles amenazas de los poderosos señores del polvo blanco.
Un flautista en un paisaje colombiano.

Hace algún tiempo hubo en Sudamérica un país llamado Colombia. Era este un estado con costas en dos océanos, atravesado por tres cordilleras, surcado por varios de los ríos más grandes del mundo, con numerosas ciudades activas y con una historia agitada y a veces violenta. Pese a sus problemas, Colombia aparentemente había logrado vencer las terribles amenazas de los poderosos señores del polvo blanco, y de los que creían que la violencia era la mejor manera de alcanzar el Poder o de mantener la seguridad. Después de enfrentar y supuestamente vencer aquellos peligros, el país estaba lejos de ser un paraíso, pero aún lo estaba más de ser un infierno. Cierto, la corrupción en los gobiernos no estaba derrotada, mucha gente tenía grandes necesidades, había zonas donde no llegaba el Estado y, aunque debilitados, no faltaban quienes querían seguir saliéndose con la suya robando o matando. Todo esto era innegable. Sin embargo, también había numerosas cosas buenas; las instituciones eran centenarias y mal que bien funcionaban, la justicia trataba de hacer su trabajo y a veces lo lograba, había grandes empresas productivas, decenas de ciudades dinámicas, de universidades y de científicos, deportistas y artistas de talla mundial, la salud llegaba a nueve de cada diez colombianos, las fiestas y los bailes abundaban más que en cualquier otro lugar del mundo, pero, sobre todo, había libertad.

Así estaban las cosas hasta que un día, apareció un converso. Se trataba de un antiguo suboficial de la guerra que aseguraba haberse convertido en un apóstol de la paz. Como muestra de su metamorfosis, el converso había adoptado una máscara con un rictus sonriente sobre el bigote de roedor que antes tenía y hasta usaba corbata. Pero lo que más había cambiado en él era su discurso, al que ahora llamaba “narrativa”.

“La narrativa” era la obsesión de aquel converso y su sonido era dulce para muchos oídos. De hecho era como el de una flauta, una encantadora flauta que hipnotizaba a los más inocentes, idealistas y desesperados porque les decía lo que querían oír y les ocultaba lo que no querían saber. Por ejemplo, les aseguraba que si tenían algún problema como el desempleo, la falta de alcantarillado, la cárcel o el dolor de muelas, eso no era consecuencia de algo complejo o racional en los que ellos tenían algo que ver, como que no hubiera suficiente trabajo o capital en el país; o como que el territorio colombiano era muy grande y los recursos eran escasos; o como que ellos mismos habían cometido un delito; o como que comían mucho dulce. Nada de eso, no había ninguna otra explicación a una necesidad insatisfecha o a una tragedia, aparte de que toda la vida el pueblo colombiano había sido unas víctima de unos malvados demonios blancos. No existían matices en esta aseveración. Según el converso, en la historia colombiana no había habido ningún acierto, ni mucho menos errores o incompetencias, ni malas intenciones particulares, ni mucho menos accidentes. Solamente había dolo, es decir, maquiavélicas intenciones a cargo de ese grupo que funcionaba como una mafia. De modo pues que ellos, el pueblo, no solo eran víctimas sino auténticos esclavos de esos blancos que habían gobernado a Colombia desde las épocas del pecado original.

Vale decir que eran tales los efectos de los melifluos sonidos de flauta del converso, que inmediatamente el tipo hablaba de esclavitud los que lo oían comenzaban a ver a los gobernantes y empresarios de color blanco, así fueran morenos; o a verse ellos mismos morenos, así fueran blancos, como le pasó a una conocida actriz de telenovelas que llegó a olvidar el color de sus ojos. De forma similar, los desventurados y ansiosos empezaban a sentir las cadenas en su cuello y los latigazos en sus espaldas, así no tuvieran cadenas y nadie les estuviera dando latigazos. Esta sensación nunca se atenuaba, muy al contrario se exacerbaba cuando el flautista de la narrativa pronunciaba un nuevo discurso. Entonces, el resultado final era un sentimiento generalizado de rencor furioso contra todo lo que no fuera asimilado al converso o a su naciente secta, que también empezó a usar máscaras para disimular sus continuas borracheras u ocultar sus vergüenzas.

Los efectos de la narrativa del converso también eran físicos, pues sus seguidores antes de oírlo se veían como colombianos convencionales, pero después de hacerlo cambiaban: se les agrandaban las orejas como si fueran de burros, o se les achataba el hocico, como si se tratase de marranos, haciéndoles emitir terribles pero sonoros graznidos o barruntos. También, frente al menor cuestionamiento a su profeta, rompían el piso o quebraban cristales pateándolos con sus pezuñas de cabra, mientras pelaban los dientes amenazadoramente, dispuestos a morder, como si fueran ratas.

Apoyado en esa secta primigenia y agresiva, el converso logró entrar en el congreso colombiano, algo que no era suficiente para él. Pues no obstante la popularidad de sus melodías entre los colombianos más necesitados de consuelo, de fantasías o de rencor, estas no calaban dentro de otros colombianos más acomodados, cuyos problemas eran más etéreos. Cuando se dio cuenta de que este grupo era heterogéneo, pero tenía en común un fuerte y cristiano sentimiento de culpa, el converso se propuso conquistarlo.

Con intuición feminista, el converso notaba que la mayoría de los miembros de aquel grupo, pensaban — quizás con razón— que no tenían derecho a comer, a beber, a estudiar o a amar, mientras otros no pudieran hacer lo mismo. Más concretamente, se daba cuenta de que estos buenazos —que usualmente eran intelectuales o artistas— creían que no solo no tenían derecho a comer comida tailandesa en Wok o a beber galones de cerveza en Andrés Carne de Res, sino que por karma hereditario tenían la culpa por hacerlo. En otras palabras, percibía que dicho grupo tenía que vivir con la amable condena de que que otros no pudieran comer tan rico y saludable como lo hacían ellos.

Ahora, aunque este sentimiento indudablemente era muy noble, tenía el minúsculo problema de que a la hora de actuar para nivelar las cosas, ninguno se atrevía a dejar sus privilegios de verdad y mucho menos a compartirlos con los más necesitados, invitando a una parranda de gamines o atracadores a comer a Crepes, por ejemplo. De hecho, ellos se limitaban a quejarse de la triste suerte de su querido pueblo, mientras comían “masmelos” en las chimeneas de sus casas, compartían te chai en Mistral, bebían cervezas artesanales en BBC, o en otros sitios del lado de las universidades, donde antes se oía a Silvio Rodríguez o a Pablo Milanés, y ahora se escuchaba a Roger Waters, a Calle 13 o al Doctor Krápula. El converso se dio cuenta de esta debilidad e intuyó cómo ganárselos, entonces decidió cambiar un poco su canción, pero eso sí conservando el elemento esencial, consistente en que la culpa de los problemas tampoco era de ellos, sino de aquel demonio blanco (repito que no importaba que ellos mismos fueran blancos), aterrador y abstracto, que él llamaba Establecimiento y que otros antes que él llamaron judíos, oligarcas o godos, pero que siempre tuvo el mismo significado de chivos expiatorios.

La nueva canción, es decir, narrativa, que decidió entonar el converso para conquistar este nuevo grupo de genios bonachones, se caracterizó por utilizar las palabras y las ideas más apetecidas por la gente bienpensante pero cambiándoles el significado original. Cabe anotar, que con esta estrategia el converso mataba dos o tres pájaros de un tiro, porque mientras engañaba a la pequeña burguesía intelectualoide —aprovechándose del sentimiento de culpa provocado por su hipocresía—, también seducía al buenismo internacional —ansioso de expiar sus culpas verdaderas— y convocaba a los que estaban fuera de la ley en Colombia, que sí se daban de cuenta de cual era el auténtico mensaje y para donde iba el verdadero cambio.

Entonces, de repente, la paz era similar a la violencia, de modo que si alguien se oponía a indultar, a subvencionar o a pactar con un asesino, un secuestrador o un pandillero era un enemigo de la paz. Igualmente, el término “barbarie” comenzó a significar defender valores tradicionales —como no matar a los padres o no violar a las mujeres, por ejemplo—, mientras que manifestar resistencia a la destrucción de estaciones de bus, al bloqueo de carreteras o al linchamiento de policías era ser enemigo de la civilización. Otro concepto modificado fue el de “decencia”, cuya defensa invocaba el converso, mientras participaba en enormes bacanales con dineros públicos, proponía estirar las líneas éticas para insultar a sus adversarios o lanzaba furiosas admoniciones a sus enemigos a diestra y siniestra.

“La belleza” también figuró entre los ideales modificados por el converso, de modo que, por ejemplo, un edificio clásico, armónico, bien diseñado y limpio como el Palacio de Gobierno de Colombia, para él era feo y debía ser destruido, mientras que un matorral, una alcantarilla destapada o una calle infestada de basura merecían ser áreas protegidas y puestas como modelo estético. El concepto de “igualdad”, que en el credo del converso se elevó a la categoría de dogma y de ministerio, ya no aplicaba para la ley, que debía ser diferente para la secta e implablemente igual para los demás. De modo que todo aquel que pronunciara y defendiera la palabra igualdad —comenzando por él mismo— ya no podía ser juzgado de la misma forma por los jueces, merecía salarios y ayudas mayores, y hasta debía ser enaltecido desigualmente a los mejores puestos del país, aún siendo completamente inadecuado para ellos. En virtud de dicha igualdad entonces, un sicólogo podía hacer los planos de un edificio como un arquitecto, un sociólogo construir una carretera de la misma forma que un ingeniero, una partera dirigir el grupo de investigación de un hospital de tercer nivel, un modelo experto en pilates manejar la política monetaria, un geógrafo curar novillos como un veterinario, un bailarín ser el nuevo jefe de planeación nacional y un hampón robarse la empresa de petróleos, porque para los que seguían el credo igualitario no existía la ley y todos los colombianos eran iguales pero los miembros de la secta eran más iguales que los demás.

Ahora, aparte del concepto “paz”, las dos palabras más manoseadas por el converso y por su grupo eran “progreso y humanidad”. En efecto, el término progreso le gustaba tanto que decidió llamar a su secta “Progresista”, quizás porque el concepto en su sentido original significaba avanzar, ir hacia delante en un sentido ético, técnico, político y cultural, como él siempre había hecho. Por eso, en nombre del Progresismo, propuso que la economía en lugar de crecer e ir hacia delante decreciera y fuera hacia atrás. De igual manera, en nombre del progreso humano, exhortó al país para que en vez de capacitar a más médicos o enfermeras —para llegar a las zonas apartadas del país— le diera el estatus de médicos a los brujos y curanderos que ya estaban allá. Todo lo anterior, mientras quienes inventaban una máquina nueva, creaban una empresa, hacían una carretera, explotaban una mina o ponían a producir una hectárea de tierra eran tachados de enemigos del progreso. Esta música por supuesto encantó a todos los que nunca habían producido nada o inventado algo, porque de repente pasaron de inútiles o de parásitos a la categoría de progresistas, que era muy bien vista y valorada.

Pero el concepto preferido en la neolengua del converso era lo humano. Yo humano, yo humana, yo humanidad eran las conjugaciones que salían de su boca narradora como globos de luz en un paisaje lunar o como pompas de jabón en el Parque Nacional, donde se había instalado per secula seculorum una tribu de sus protegidos. Y es que en su fuero íntimo el converso aspiraba a ser mucho más que un flautista político o un encantador de serpientes social. El anhelaba ser un alma grande como Gandhi o un artista amado como John Lennon, mejor dicho, él quería ser un gran ser humano.

Subido en el caballito de la humanidad conquistó la primera magistratura de la nación, donde siguió defendiendo la humanidad con acciones como indultar a un grupo que degolló a un policía desarmado, o como apoyar a un orangután vecino, que había convertido a su país en una jaula porosa de la que continuamente escapaban miles de personas. En nombre de la humano también premió a una funcionaria suya que humilló y torturó a su empleada de servicio, y se negó a condenar a una manada de lobos que masacró a dos mil personas de un pueblo antiguo odiado por él. Estas pero no solo estas fueron las acciones humanas del converso que cada vez se sentía menos humano y más divino e invulnerable. Así, desde su brillante estrellato lanzó una nueva canción llamada la Colombia Humana, cuya letra consistía básicamente en que él, su familia y su secta podrían vivir sabroso en costosos hoteles a lo largo y ancho del planeta, con un séquito de masajistas, peluqueros e instructores fitness, mientras nombraba diplomáticos en embajadas inexistentes y daba enormes cantidades de dinero por trabajos imaginarios a todo aquel que le jurara lealtad incondicional.

No obstante, como no hay engaño que duré toda la vida, un día el converso cometió el error de sentirse invulnerable y se le cayó la máscara. Dejó ver entonces que no se había convertido en un demócrata, que muy al contrario seguía siendo un sanguinario sub oficial de la guerra, dispuesto a todo para quedarse con el Poder.

Mucha gente denunció entonces sus engaños y entonces tuvo miedo. Como ya tenía el Poder trató de intimidar a sus adversarios, amenazándolos con sacar sus huestes a las calles para destruir al país si se atrevían a cuestionarlo. Entonces, como muchos no se asustaron los mató o los mandó a la cárcel. Algunos de sus seguidores de buena fe quisieron voltearse entonces, pero como ya era demasiado tarde, prefirieron quedarse callados y aprovechar el negocio a ir a parar a los gulags —instaurarlos en Colombia era un deseo que el suboficial de la guerra tenía desde niño— como le pasaba a cualquiera que osara tener pensamiento propio. Si no se puede con el enemigo es mejor negocio unírsele, era la máxima que aplicaban algunos líderes de opinión que fueron sus cómplices y que, curiosamente, muchas veces estaban vinculados a las familias blancas más tradicionales del país o pertenecían al pueblo antiguo perseguido por él. Por supuesto que ellos ya no estaban hipnotizados por las narrativas del sub oficial de la guerra, pero por interés o por cobardía igual se convirtieron en su orquesta para mantener y amplificar su cañazo.

Pero pese a la persecución y la tortura, la oposición continuaba, entonces lleno de miedo y rencor el sub oficial paranoico de la guerra invitó a subir al pico más alto del país a todas sus fuerzas, que por aquel entonces además de los periodistas independientes y los progresistas de todos los pelambres, incluían a los renacidos señores de la guerra y a los reencauchados del polvo blanco, así como a las numerosas guardias y pandillas de los más agitados rincones del país. Estando con todos ellos allá arriba, el converso comenzó a tocar de nuevo su flauta, es decir, a cantar de nuevo su narrativa. En ella invitaba a todo el mundo a que lo siguiera y, si no fuera porque de repente todos quienes estaban con él se convirtieron en ratas, muchos lo habrían hecho. Sin embargo, al ver el efecto real de las palabras del flautista, el mundo no quiso oírlo más y bloqueó su tweeter. Loco de ira al perder su instrumento, el converso y su secta de roedores construyeron una bomba inmensa de mentiras, conjuros, traumas, envidias, resentimientos y anhelos de grandeza y la lanzaron sobre toda Colombia, que desapareció al instante.

Epílogo: ahora en lugar de ese país con costas en dos océanos, atravesado por tres cordilleras, surcado por varios de los ríos más grandes del mundo, con numerosas ciudades activas y con una historia agitada y a veces violenta, pero al fin y al cabo con libertad, lo que hay son tres feudos arruinados. En el más miserable de ellos, que abarca desde el Pacífico sur al centro de la antigua Colombia, sigue gobernando el converso.

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