Era fácil querer a Antonio Caballero. Primero, porque es fácil querer a los valientes. Segundo, porque a pesar de ser miembro de una familia poderosa se negó a ser un hombre del Poder, jamás buscó una embajada y no aceptó la gerencia de Colpuertos. Tercero, porque escribía con claridad y esto siempre debe agradecerse.
Cuarto, porque le cantó la tabla a mucha gente odiosa, como a Plinio Apuleyo Mendoza o a D`artagnan. Quinto, porque era uno de esos bogotanos, es más, de esos colombianos sin complejos de inferioridad ni con los de adentro ni con los de afuera. Sexto, porque… En fin, a los que nacimos entre finales de los sesenta e inicios de los setenta, nos sobran los motivos para querer a Caballero.
Ahora, también era fácil no querer a Antonio Caballero. Lo era básicamente por sus contradicciones. Esas que lo llevaban a menospreciar a la España de bota y sacristía y, al tiempo, a amar algunas de las cosas que más la identifican, como los toros y la chulería. Las mismas incoherencias, que hacían que bajo la fachada de hombre progre y de izquierdas, aflorara el arquetipo del bogotano distante y clasista. Pero, sobre todo, aquellas que le permitían denigrar del Poder, pero aprovechar todos sus privilegios de clase. Lo anterior lo presencié, de modo que no se trata exclusivamente de un prejuicio mío, del tipo de los que afloraron cuando Caballero se atrevió a cuestionar la inocencia de Margarita Rosa de Francisco por dejarse seducir de Gustavo Petro.
Fue en la estación de gasolina de la carrera séptima con calle sesenta y ocho en Bogotá. Era un viernes o un sábado en la noche y había un retén de policía en el que los dos caímos. Los policías estaban haciendo pruebas de alcoholemia a los choferes. La verdad es que eran otras épocas, unos tiempos en que manejar borracho era prácticamente una costumbre de fin de semana y a Caballero le salió positiva la prueba. Hasta ahí nada raro. No había atropellado a nadie ni se había pasado al partido conservador, simplemente estaba jincho manejando.
Lo que no me esperaba viniendo de un tipo como él fue lo que vino luego, pues, al día o a la semana siguiente, Caballero publicó una columna criticando a la Policía y a las leyes de tránsito por las sanciones “exageradas” con las que había sido castigado. ¿Cómo así que, a él, a un Caballero, a Caballero, le ponían las mismas penas que a todos los demás colombianos que manejaban borrachos?, parecía reclamar el señor así no lo dijera exactamente con esas palabras.
Claro, reconozco que probablemente dentro de su anarquismo lo que estaba defendiendo el hombre era que no hubiera sanciones contra ningún conductor ebrio, incluidos los que no eran caballeros, podría haber algo de eso, pero a mí me pareció una pataleta de niño bien acostumbrado a hacer lo que se le venga en gana sin ninguna consecuencia.
Total, para mi generación era fácil querer y no querer a Caballero, algo un poco más complicado era descubrir su método. Sin embargo, tampoco era difícil, porque se trataba de un método sencillo. Un método de análisis que partía de la convicción absoluta de que el Poder era malo.
Por derivación de esto cualquiera que aspirara a él era culpable de antemano. Lo comprueba la máxima anarquista —con la que estoy absolutamente de acuerdo— que alguna vez citó, según la cual, si alguien busca el Poder esta es una razón suficiente para no dárselo.
Después de este principio que funcionaba como piedra angular de su pensamiento, venían otros igual de categóricos, como que los Estados Unidos son un Imperio hipócrita y malvado —mucho peor que los imperios europeos— cuyo único propósito es exprimir al mundo para su propio beneficio económico; y como que entre todos los perversos que buscan y detentan el Poder, los más perversos son los que están más a la derecha y los menos son los que están más a la izquierda.
En este mismo orden de pensamiento, muy sesentero, por cierto —aquí entre nos, creo que Caballero nunca se salió ni de Tipacoque, el feudo de sus mayores, ni de aquel Mayo del 68 que presenció—, en Colombia los conservadores eran aun más ruines que los liberales, y entre los conservadores, los más, pero más viles eran Laureano Gómez y su hijo Álvaro Gómez, de quien desciende en una línea continua, obviamente sin fisuras, el liberal Álvaro Uribe Vélez.
Por esta perspectiva histórica tan radical, los análisis de Caballero, pese a su gracia, su claridad y su popularidad resultaban muchas veces equivocados y no pocas injustos. En sus homenajes fúnebres sus amigos pasan por encima de sus “ligerezas” con frases como, “a veces se pasaba, pero…”, o “podría ser un poco injusto en ocasiones, pero…”, es decir, son condescendientes, como lo somos todos con nuestros amigos, o como somos la mayoría cuando callamos porque el error de otro se acomoda a nuestros intereses. Sin embargo, es claro que el Método Caballero —que hoy en su versión extrema y audiovisual usan tantos youtubers— no es confiable, pues se basa más en el prejuicio que en los hechos. Por ejemplo, no hay ninguna razón empírica para considerar que los Estados Unidos hayan sido peores que los Estados europeos. En efecto, no pocas veces han sido mucho mejores, pues en la mayoría de los casos han preferido patrocinar cipayos con ejércitos criollos en sus áreas de influencia antes que mandar directamente gobernadores o fuerzas de ocupación de la metrópoli, como generalmente hacían cuando podían hacerlo los países del viejo continente. Asimismo, por traer otro ejemplo, aunque puede haber semejanzas en la concepción de la autoridad entre Laureano Gómez y Álvaro Uribe, hay una diferencia fundamental entre ellos. Diferencia que radica en la obsesión del primero por la ética pública, que era el eje principal de su discurso. Valga decir acá, que Laureano Gómez, mucho antes que Galán, sentenciaba que los negocios y la política eran incompatibles, mientras que Uribe hace política para hacer negocios y esta es una diferencia categórica.
En fin, a este Caballero que en definitiva me parece el último de una estirpe de inolvidables gatopardos, resultaba fácil quererlo y no quererlo. A este mismo Antonio Caballero, a cuyo método no le creo del todo, lo celebro sobre todo por representar la integridad del hombre de letras que no empeña su pluma ante nada. Creo que, en esto último, el señor, Antonio Caballero Holguín, como su papá y como su tío, era irreductible; y eso, eso sí es muy difícil.